10/11/24

Lluvias Cántabras

 

Había quedado con Guillermo para hablar por teléfono concretando a qué cueva íbamos el domingo. Tumbado, mirando al techo, me acorde de Pablo, de Noelia y de una divertida actividad, allá por abril del 2004, en el Torcón de la Calleja Rebollo. De pronto supe con total seguridad que tenía ganas de volver a esa cueva. Se lo propuse a Guillermo y le entusiasmó la idea. Una cueva de más de 8 kilómetros con poca aproximación, con muchos rincones bellos y con poca cuerda.

            El domingo amaneció gris y lluvioso con chubascos intermitentes, un tiempo cantábrico de todas todas. Nos vimos en el Alto de Fuente las Varas y terminamos el viaje hasta el aparcamiento en un solo coche. Llovía a mares así que nos preparamos dentro del coche haciendo contorsiones. Me puse incluso el arnés, el casco y las botas altas de goma. Y sacamos los paraguas para combatir lo inevitable: mojarnos totalmente. Al comienzo fuimos por pista y senda, pero luego el monte cántabro, con poca ganadería actualmente, se mostró como lo que es por si mismo: un bosque de tojos pinchosos hasta la altura de la cabeza. Los últimos doscientos metros fueron la verdadera aventura del día, un poema épico, yo quería volverme pero Guillermo me elevó la moral. Algo parecido a subir por una pendiente de nieve en que te hundes hasta el cuello pero con pinchos por doquier. 


 

No reconocía el Torcón. Mis recuerdos consistían en bajar andando los 20 metros de rampa hasta la estrechez de entrada. Pero ahora había barro patinoso en toda la rampa, escalones nulos y ningún sitio fiable al borde donde anclar. Era como si, hace más de veinte años, hubiese estado en otro lugar completamente diferente. Incluso llegué a negar que estuviésemos en el Torcón de la Calleja Rebollo. Finalmente claudiqué, puse la cabecera a 20 metros del borde en un grueso árbol caído, fraccioné en un endeble avellano justo al  borde, bajé dando patinazos y puse un desviador sobre un roñoso bolt de 8 al comienzo de la estrechez vertical. La cuerda llegó justa al aterrizaje.

            Las galerías, de tamaño iglesia barroca de pueblo y decoradas con variedad, nos gustaban un montón. Hacíamos fotos y disfrutábamos del ambiente, la cueva estaba limpia. Llegando a un pozo ascendente de siete metros la galería adoptó una forma más bien gótica. Luego se convirtió en un cómodo túnel del metro sembrado de bellos rincones. Hicimos más fotos y más sentadas para admirar los detalles. Finalmente nos desviamos hacia el norte por una pequeña galería gateando como bebés. Nuestro objetivo era visitar NE Chamber.

 
             El descenso del pozo-rampa de 20 instalado sobre gruesos puentes de roca no supuso ningún esfuerzo (conviene llevar la saca colgada del arnés). Tampoco fue complicado subir una rampa tobogán de una decena de metros. Pero faltaba la instalación del pozo final, de otra decena de metros. No había bolts, ni spits y se hacía necesario lazar un puente de roca más allá del borde del pozo. Era necesario asegurar este movimiento con otra cuerda. Cierto que cuando vine hace dos décadas estaba bien puesto y no supuso problema alguno. Pero ahora no lo vimos seguro. Mejor ser prudentes y seguir vivos algo más, así que nos volvimos. El ascenso del pozo de 20 resultó un poco incómodo pero nada del otro mundo. Ya arriba nos dedicamos a hacer más fotos, avanzando unos metros. 

 
           La salida se hizo pesada por el barro patinoso de la rampa, o tal vez divertida. Había dejado de llover, pero el bosque de tojos seguía igual. Afortunadamente ahora se trataba de bajarlo y no de subirlo. Unos perros aburridos nos ladraron desde una casa lejana. La lluvia nos respeto el cambio de indumentaria. Para nuestra sorpresa, bien agradable, Casa Germán estaba abierta, fueron amables y pudimos comer con mesa y mantel a las cinco. A eso de las seis nos fuimos de Matienzo, seguían en pie de guerra las lluvias cántabras.    
 


 Fotos: Guillermo y Antonio

Texto: Ant On Ío

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