14/11/10

Cristales (14/11/2010)



            Hay un tiempo para la acción
 y un tiempo para respirar.
      
        Había calculado mal las consecuencias de la escalada del sábado. Una sensación de laxitud, acompañada por una necesidad de mirar calmadamente o, mejor dicho, de sorprenderme por lo inmediato me acompañaba insistentemente. Las palomas arrullaban, entraban y salían por las ventanas del último piso del viejo caserón de la Plaza de Ramales. Extraordinario, teniendo en cuenta el frío y grisáceo momento en que nos encontrábamos. Mientras esperaba a Miguel me tome un café y, por un momento,  abrigué la esperanza de que no hubiese podido venir por alguna extraña causa. Abrir un tiempo para mirar las palomas. 
          Mediado el Valle de Soba, y previniendo un aguacero, preparamos las sacas concienzudamente en el porche de una parada de bus. Pero finalmente las nubes respetaron la breve caminata hasta la boca de la Cueva del Gándara. Nuestra primera parada, para colocarnos los aperos de vertical y beber algo de líquido, fue a medio camino de la Fractura Meandrosa. Tenía sed y me sentía un poco torpe pero ya nos quedaba poco para la sala grande en donde desembocaba la galería. Y desde allí la sensación de cercanía al objetivo de nuestra incursión nos daría alas. El primero que subió la cuerda se encontró un murciélago, colgando de la comba del reaseguro, en la cabecera del pozo. Incrédulo comprobé unos instantes después la certeza de lo que gritaba Miguel. Pero ni por esas levanto el vuelo; soporto, impasible en apariencia, los bamboleos de la cuerda, los chorros de luz de nuestras Stenlights y las fotos. Espoleados por el encuentro continuamos rápidos y reconcentrados la aproximación hacia la gran sala.  
             El pasamanos de entrada a la sala me -más bien nos- resulto tan desagradable como en las ocasiones anteriores.  Esto es debido a la distancia entre las fijaciones y a la poca tensión de la cuerda. La sensación, por un momento, es que te caes hacia el fondo de la sala, pues es imposible mantener el equilibrio. Lo mejor es colgarse desde el inicio para evitar tirones.                                                        
        Hay una cosa curiosa, y es que de unas zonas a otras el clima de la Cueva del Gándara cambia radicalmente. Aquí la humedad y la condensación en las rocas son superlativas. El lugar esta recubierto de una pátina de barrillo deslizante. Como recuerdo principal se te graba la vacilación acerca de donde y cómo pisar. Al final de la sala un destrepe delicado permite ahorrarse una cuerda de siete metros. Pero sería preferible dejar la cuerda puesta, pues el coste en material es mínimo. Un complicado camino entre bloques soldados por coladas nos lleva hasta una zona muy confusa en que se multiplican las galerías modestas con varios niveles, los pequeños aportes de agua, las gateras y en general todo tipo de posibilidades. Está claro que hay mucho material que examinar en esta zona.

De alguna forma me sentía aliviado por estar llegando a nuestro objetivo, pero, por otra parte, no cesaba de asaltarme la imagen de una vuelta llena de pequeñas dificultades minándome la energía. Sin embargo Miguel había enganchado totalmente con la tarea. Mientras yo me tomaba un descanso se encaramó a un nivel superior donde encontró un conducto por el que brotaba el ruido de una  gran masa de agua lejana.  Después de marear la perdiz un rato nos apremiamos a seguir hacia nuestro objetivo principal: el meandro que yo había vislumbrado cuando estuvimos en la hermosa sala con Julio, Manu, Alicia y Carlos.
         Nos arrastrábamos de nuevo por la larga gatera que recordaba haber encontrado con incredulidad hasta dar con la base del meandro. Escalamos la parte alta pero no entramos en la hermosa sala sino que reptamos, sorteando un caos de bloques, y alcanzamos directamente, mediante un corto destrepe, el fondo del meandro. El avance, fácil, por suelo arenoso nos confirmo mi sospecha: la galería era virgen. No tuvimos que recorrer mucho más para encontrarnos con suelos repletos de nidos de cristales. A partir de ahí la dificultad mayor fue el no dejar huella de nuestro paso. 


Almorzamos en una encrucijada arenosa para coger fuerzas y continuamos un poco más hasta topar con una enorme colada cristalina -de un blanco níveo a crema- que nos corto el paso por el meandro. Una breve inspección descarto que hubiera paso por abajo. Solo nos quedaba escalar la colada. Con una cuerda de apoyo psicológico y metiendo un seguro en una columna subí hasta una pequeña sala repleta de nidos de cristales y formaciones de todo tipo. Desde allí comprobé que la galería continuaba más arriba, pero se hacía necesario superar escalando un conjunto de bloques de arenisca metiendo seguros. Dado el cansancio y la hora decidimos dejar este asunto, abandonando una cuerda fija para las próximas ocasiones. Antes de irnos fotografiamos los cristales a discreción.
         En la otra dirección (NE) el meandro se reveló más vasto y exquisito. Profusión de columnas y estalagmitas nos ayudaron a instalar un pasamanos hasta un puente intermedio. Desde allí lo más lógico era bajar al fondo del meandro, pero no teníamos cuerdas ni ganas de seguir trabajando, así que este fue el segundo asunto pendiente. Para bajar hacia la gatera instalamos una cuerda fija.


           Volviendo hacia la gran sala hicimos un hueco temporal para ir a explorar la gatera del gran ruido de agua. Después de un par de pasos engorrosos la cosa se estrecho de verdad. Miguel le dio un tiento con ánimo crecido. Para pasar tuvo que romper varias columnas. Pudo alcanzar  un meandro estrecho y alto que fue estrechándose hasta ser demasiado estrecho. El estruendo del ruido animaba a seguir, pero fue imposible. Un tercer asunto lleno de incógnitas que solo una seria desobstrucción podría despejar.

          La vuelta fue un tour de resistencia y autocontrol. Aun a pesar del cansancio acumulado solo paramos una vez. Mejor así para evitar derrumbarse. Como el título de un conocido libro: “Camina o revienta”. Sea como fuere a las ocho en punto salíamos al exterior. Por suerte no llovía y el ambiente estaba tranquilo. Pero el calvario del cansancio no se difumino justo hasta que pude acomodarme con ropa limpia en el asiento del copiloto del coche de Miguel. A partir de ese momento disfrutamos rumiando el día, hablando de proyectos y deslizándonos por la suave noche hasta Ramales. Hacía frío pero nos apeteció una cerveza con patatitas antes de iniciar el último salto hacia casa.          

   

2 comentarios:

Adrián Fernández (Pelos) dijo...

Me está entrando el gusanillo de una manera...

Amelie dijo...

Y el murciélago???? dónde están sus fotos?