30/8/11

Neve (30/8/2011)


Así comenzó:

Un viaje varias veces pospuesto en los últimos años, otro viaje cancelado por la imposibilidad de cuadrarlo todo durante el verano del 2011; además se presentaron varios asuntos familiares que se agolpaban exigiendo solución en agosto. Mil ataduras que costaba escribir entre paréntesis contribuían a llenar aún más el saco. Y, finalmente, encajar la cuenta de gastos de las vacaciones no fue un asunto menor. Pero, a pesar  de todo ello, allí estaba, mejor dicho estábamos, contemplando como se empequeñecían a nuestras espaldas la bahía de Mindelo y los extraños picos volcánicos que la dominan por el oeste y el nordeste, a los que se encaraman una multitud de coloridas casitas, verdes, amarillas, azules, naranjas, que le dan su sabor caboverdiano característico. Simultáneamente la enigmática isla de Santo Antão, medio oculta entre nieblas y masas nubosas, se acercaba lentamente por el norte. A menudo me admiraba viendo los peces voladores emerger súbitamente del mar con un rápido aleteo que los alejaba, espantados, del rumbo del ferry.  Atrás habían quedado tres pesados vuelos y un par de noches en Mindelo.
No todo fue fácil en Santo Antão. Conseguir un coche para poder moverse libremente no era barato ni sencillo. Finalmente pudimos conseguir uno pequeño, imprescindible que fuese todo terreno, por un precio aceptable aunque, en claro contraste, el hotel de Porto Novo era relativamente económico, luminoso y limpio y en su agradable restaurante cocinaban bastante bien. Algunas veces comimos allí contemplado los lejanos conos volcánicos encuadrados entre el mar, bravo casi siempre, y las perennes nubes que me hacían soñar con valles perdidos y ocultos a las miradas del mundo.  El intenso sabor de los pequeños mangos conseguía volverme a la realidad en muchas ocasiones. En la plaza principal de la capital isleña las hermosas muchachas mulatas, café con leche, intensamente oscuras e incluso blancas, probaban a enamorar a los jóvenes, quienes mostraban sin excepción cuerpos elegantes y fibrosos.  Así, practicaban el acercamiento, el roce, las miradas, el abrazo fraternal generoso, el jugueteo con el varón… todo ello en medio del ronroneo de la dulce música caboverdiana y el rumor de las olas que rompían en la cercana playa.






Durante varios días exploramos la isla siguiendo las carreteras empedradas con oscuros adoquines de basalto, las pistas de tierra asentada, las rodadas de conducción difícil y peligrosa y, en pocas ocasiones, algunos kilómetros de carreteras recientemente asfaltadas. Así descubrimos paisajes sin parangón entre altos picos volcánicos, abruptos, cortados por barrancos profundos, a veces áridos como la Luna y otras verdes y selváticos, en ocasiones incapaces de mantener a unas famélicas cabras o fértiles hasta la exuberancia en otras. Cumbres cónicas y, la más de las veces, formando agujas, inexpugnables por todas sus caras, pintadas de marrones u oscuros rojizos y casi siempre surcadas por filones de duras andesitas o basaltos compactos. Lugares, valles, con música en sus nombres que se ha quedado haciendo ecos en mi interior, Chã de Norte, Ribeira da Cruz, Tarrafal de Monte Trigo, Coculi, Ribeira Grande, Chã de Igreja, Paúl, Chã de Morte, Ponta do Sol, Manta Velha, Ponte Sul, Lagedos, Sinagoga, Vila das Pombas, Pontinha de Janela… Un día tuvimos la suerte de conocer en Ponta do Sol a Eduardo y Lea. Los verticales acantilados se precipitaban desde más arriba de la base de las nubes hasta la inmensidad del Atlántico, y éste se extendía sin obstáculos hasta las costas de América. Los barrancos ocultaban sus secretos entre la niebla y los perros dormitaban enroscados sobre sí mismos, aburridos hasta el hartazgo sobre las aceras y los empedrados de las carreteras, hasta que un coche, o un caminante distraído, les sacaba de su ensoñación casi perpetua.




         Se apoderó de nosotros una necesidad de saborear, casi diría de rumiar con calma, nuestras últimas correrías por la isla, los paseos a pié y las rutas con nuestro pequeño 4x4. Una borrachera total de imágenes se sucedían apretadamente empujándose unas a otras mientras, tendido en la desnuda y blanca habitación de Ponta do Sol, me dejaba acunar por la fresca brisa preñada de rumores del puertecillo. La casa de Eduardo y Lea me hacía sentir confortable, casi familiar, y su espacioso apartamento azul nos permitió extender todas las cosas en un confuso orden. Durante varios días cayeron lluvias torrenciales y la lectura fue nuestra principal, y casi única, ocupación. Tenía un libro gordo -y de difícil lectura- y otro más reducido y agradable. A veces leía cualquier cosa en la oficina de Eduardo, siempre relacionada con el descenso de barrancos, el buceo o la escalada. 




Aquellos días muchos pueblos de Santo Antão perdieron sus posibilidades de comunicación rodada. Un día caminamos desde Manta Velha hasta Ponta do Sol a lo largo de la costa. El abrupto camino pasaba por varios poblados de pescadores: Cruzinha da Garça, Formiguinhas, Corvo… La pista a Cruzinha da Garça había dejado de existir y el cauce de un torrente ocupaba ahora su sitio en el fondo del barranco. Nos llevó siete horas acabar la excursión, al principio saltando el torrente infinidad de veces y luego por la inacabable sucesión de ascensos y bajadas del antiguo camino empedrado a Cruzinhas.  El cansancio, junto con el intenso sol, me dejó un poco tocado durante un tiempo. Unos días después salió el sol, entre los vapores de un calor sofocante y los cortos chaparrones que se sucedían a intervalos. Nos acercamos por el camino de Fontainhas hasta un banco de columnas basálticas con algunas vías de escalada. El tiempo transcurría sin prisas y una familia de caboverdianos se sentó a mirar. Les invité a probar; sonrieron agradecidos y rehusaron la invitación. Tampoco quisieron probar unas francesas, madre e hija, que caminaban ilusionadas hacia Fontainhas preguntándose/nos si estaba lejos, si había mucho desnivel, qué cuanto se tardaba...
Por fin, el último día que nos quedaba para estar en Santo Antão, el tiempo se presentó benéfico y claro. Los barrancos habían drenado una gran parte de las fuertes lluvias recientes. A las seis y media desayuné sin ninguna gana, apenas un té, y poco después un colectivo vino a recogernos. Pronto nos dimos cuenta de lo afortunados que habíamos estado al haber tenido la paciencia de esperar el día adecuado para descender el número uno. Porque eso es lo que le había pedido a Eduardo hace unos días: que nos guiase en el descenso del más bello cañón de la isla. Me conformaba solo con uno, pero inolvidable. Y él, lo tuvo claro desde el primer momento: el number one era el Neve (Niebla)




Ahora, por añadidura, no solo íbamos a recorrer el más hermoso barranco de Santo Antão, sino que íbamos a hacerlo el día perfecto. Su belleza ya comenzaba en los lejanos preliminares. La antigua carretera empedrada de Ribeira Grande a Porto Novo es una obra de arte incrustada en un paisaje onírico. Piedra a piedra y adoquín a adoquín, de forma manual, la calzada, los arcenes y los quitamiedos se materializaron para llegar a formar parte de la propia Naturaleza. La exuberancia tropical -mangos, papayas, plataneras, yacas, ñames y caña de azúcar- va dando paso a los frutales de climas más frescos, manzanas y membrillos, para convertirse arriba, ya por encima de los mil metros, en bosques de coníferas, chorreantes de humedad por las nieblas. A principios del siglo pasado los portugueses construyeron las primeras carreteras y senderos empedrados de la isla. Se encaraman de forma inverosímil por cordales con abismos a ambos lados, mediante tallados en la roca y zigzagueantes tramos que se acercan a la vertical.
Aunque estaba un poco nervioso comprendí que la incertidumbre de las verticales y del caudal del Neve eran hechos que también pondrían en alerta a cualquiera, incluyendo a nuestro guía, que tenía la responsabilidad de que todo fuera bien. Por eso llevábamos cinco cuerdas de entre sesenta y setenta metros. Cada uno portaba una cuerda en la saca, excepto Blaise, que llevaba dos. Aparte de eso, Eduardo llevaba un conjunto de elementos de seguridad y de medidas de contingencia que acumulaban todavía más carga en su petate.
Dejándome llevar en el ascenso a Cova Cráter y en montaña rusa hasta el Pico da Cruz disfruté del paisaje. Mientras, la clara luz de primeras horas de la mañana, conseguía que los infinitos detalles del relieve se mostrasen nítidos. Desde esta atalaya, a unos mil quinientos metros de altitud, se dominaba la mayor parte de la zona oriental de la isla. Contemplar sus verdes y exuberantes valles, los oscuros barrancos que se hundían vestidos de vegetación en las entrañas de la tierra y, sobre todo, las nieblas que salpicaban las cumbres, me devolvió parte de la calma. Media hora antes de alcanzar el cauce del Neve, pasamos por una aldea rebosante de vida. Justo en la senda de acceso a las primeras cabañas, sobre una fina arista herbosa apenas más ancha que el sendero, una burra joven y su burrito -ya casi burro- ocupaban el lugar de paso. Los cambios de tono de su pelaje, desde un blanco casi níveo, pasando por varios tonos de marrón y rubio, y llegando al gris ceniciento oscuro, me causaron asombro. Y todavía más que los animales estuvieran tan limpios.  Uno de los perros de la aldea nos saludo cantando a aullidos mientras el guía comentaba que era mejor no mirarles fijamente a los ojos. De cualquier forma son perritos bastante tranquilos y la gente los tiene como mascotas más que como pastores. Bajo la enramada de una cabaña, unas chicas jóvenes con niños nos saludaron a voces y una mujer le preguntó a Eduardo en criollo si le había traído algo. Pero la ropa que tenía reservada para estas gentes se le había olvidado en casa.  Se me quedó ronroneando en la cabeza que éste era un lugar hermoso.



El Neve trae más agua que las otras veces que lo he descendido -dijo Eduardo. Esto me produjo una incómoda inquietud. Ni por asomo me sentía seguro y no me hubiera opuesto a transformar el descenso del cañón en una simple caminata hacia el Valle de Paúl. Actualmente siento que me mueve más la belleza y la curiosidad, llámese espíritu de exploración, que las descargas de adrenalina. Aunque reconozco que a veces viene bien algún latigazo a la mente adormecida.  En Santo Antão esperar un rescate o algún tipo de ayuda exterior, estando en un cañón, es impensable.
Los resbaladizos cantos rodados, entremezclados con las plantas semiacuáticas y los helechos, comenzaron a requerir una atención continua. El primer rapel, de sesenta metros, recorría un tubo tapizado de verde de unos diez metros de diámetro.  Una vez bajada ésta vertical no habría vuelta atrás. Las fijaciones estaban machacadas a pedradas por algún niño gallito de una aldea cercana, según Eduardo para alardear ante sus amigos. El guía me había asignado la tarea de desmontar los nudos y mosquetones de reaseguro, es decir yo descendería siempre el último de los cuatro. Cuando me tocó el turno me di cuenta que tendría que colgarme de una sola fijación machacada a pedradas y con el tornillo oxidado. No quería asumir ese riesgo. Quizás si se hubiera tratado de una vertical corta no me hubiera afectado tener que colgarme de una sola de ellas, pero la vertical se veía enorme, así que añadí en la otra fijación un pequeño maillón de rosca. A pesar de que ambos pasadores actuaban con los ejes paralelos y de que había desentrelazado las cuerdas, éstas se negaron a ser recuperadas. En un primer momento pareció que las cosas se nos estaban torciendo. Después de varios intentos, en que llegamos a colgarnos tres personas de la cuerda, se impuso un momento de reflexión. Vimos que las cuerdas se apretaban en una acanaladura, arriba del todo, y al desentrelazarlas pudimos recuperarlas, aun con bastante esfuerzo.



El ambiente del cañón se iba haciendo más formidable y sombrío pero la sonrisa nos había vuelto a los labios. Las verticales de menos de veinte metros que conducían hacia los Oscuros me parecieron divertidas, casi amables. A veces había que nadar pero como el agua estaba templada resultaba agradable. La chispeante vegetación colgada, entremezclada con la poca luz que se abría paso zigzagueando desde muy arriba, producía un efecto óptico fascinante. A veces la niebla dejaba caer una fina lluvia, que no conseguíamos distinguir de los goteos y chorrillos que rezumaban las paredes por doquier. Recuerdo un par de toboganes que comencé a descender con cierta aprensión para terminar divirtiéndome como un enano y luego una sucesión de dos verticales, seguidas de sendas marmitas profundas, que encadenamos nadando y rapelando.  No había tomado nada desde el té del desayuno y me comí un bocadillo de queso de cabra local con membrillo también local. Sin embargo apenas tenía hambre. Creo que la sensación de inseguridad en el cañón me hacía preferir seguir con el estómago casi vacío. En esos momentos faltaba solo una media hora para la cascada de doscientos cincuenta metros.
Los estrechos del cañón terminaron, de la forma más abrupta que cabe imaginar, desembocando directamente sobre la gran cascada en mitad de la pared. Antes de comenzar la bajada Eduardo nos dio un repaso pormenorizado de la logística, parte fundamental de la cual consistía en usar su reloj acuático y antigolpes -que yo me puse- para dar tiempos establecidos a cada uno de los que íbamos a bajar. En la primera vertical, de más de treinta metros, te ves obligado a ir, junto con el agua, por un tubo que va disminuyendo de diámetro y aumentando de pendiente, hasta hacerse vertical a unos diez metros del comienzo. La configuración geométrica del descenso y el estruendo impide que pueda haber comunicación verbal o visual alguna. Por lo tanto el tiempo establecido para bajar, junto con la propia distensión de la cuerda, son los mejores indicadores de que las cuerdas han quedado libres. En principio el guía estimó que con diez minutos por persona sería suficiente. Como yo iba a ser el último tenía que controlar el tiempo de bajada a todos. 




Con cierta aprensión vi como desaparecía Eduardo en la suave curva hacia la derecha por la que se encarrilaban agua y cuerdas. A los seis minutos noté cómo la tensión disminuía y tiré para ver si estaban liberadas las cuerdas. Cada medio minuto lo hacía de nuevo hasta que noté que no colgaba nadie. Le tocó el turno a Blaise, que fue tragado por la cascada a gran velocidad. Unos cinco minutos después la cuerda no tenía ninguna tensión y comenzó su bajada Marisa. Pasados diez minutos la cuerda no estaba libre y mi inquietud iba en aumento. Si ocurría algo mi impotencia sería absoluta. Después de un tiempo interminable, a los trece minutos, la cuerda se liberó y comencé mi descenso bastante nervioso. Para controlar la bajada puse perpendiculares a la pared las piernas con los pies bien apoyados, permitiendo que el agua pasase libremente barriéndome hasta media pierna; a los veinte metros me salí a la izquierda para eludir el fuerte impacto directo, y unos diez metros más abajo realicé un péndulo rápido a la derecha, atravesando la caída directa del agua, para alcanzar “El Palomar”, primer relevo de cuerdas en el descenso. De contento que me puse entré a la reunión medio aullando y más aún cuando vi que desde aquí se podía contemplar a placer todo el resto de la bajada. La geometría cóncava de la pared le daba un carácter más tranquilizador, permitiendo una buena comunicación. Aunque estábamos fuera de la trayectoria de la cascada, nos caía una fina llovizna.  Intenté hacer fotos pero no era fácil y sólo conseguí resultados mediocres. Setenta metros más abajo llegue a “Vientos Húmedos”, segundo relevo, encontrando las cuerdas rojas puestas. Blaise y el guía se habían bajado hasta la última reunión y allí solo quedaba Marisa. Recuperamos las cuerdas amarillas y ella las bajó colgando de su arnés hasta “No te veo” para utilizarlas en el último rápel. Las principales dificultades habían terminado y mientras esperaba mi turno miré hacia abajo. Visibles al pie de la pared había unos niños escandalosos; con seguridad de las aldeas valle abajo, donde hay fértiles cultivos de frutales, caña de azúcar y también café. Eduardo les gritó para que se apartasen, previniendo posible caída de piedras. 




Sin las sombras del tiempo, sumergido en la frondosidad, en cada paso sintiendo el peso posarse suavemente, cuesta abajo, enroscando mis deseos entre los mangos, los frutapaos, las papayas, los cultivos de caña, como un flujo preciso y leve, como si aún no hubiésemos sido expulsados del Edén. Encontramos a los niños bañándose en una gran balsa rodeada de árboles magníficos. Por un momento tuve envidia de una infancia vivida en un lugar así, en medio de una Naturaleza lujuriosa. El valle nos condujo serpenteando hasta un puente de la carretera costera, justo a la entrada de Ribeira de Neve.
Envuelto por las luces del atardecer, ya en Mindelo varios días después, y a breves horas de tomar el vuelo de vuelta a Europa, no había salido aún de ese estado de satisfacción que me regaló la isla de Santo Antão y el descenso del Neve. Es una de esas cosas que haces en la vida quizás solo una vez, pero que recordarás siempre, hasta que te toque abandonar esta existencia y todos los recuerdos personales se fundan en el gran flujo de la Vida. 

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