1.
de hecho siempre ha nevado mucho y aún así todo vuelve a ser verde y con flores. Lo había olvidado. Si, lo habías olvidado, pero todo vuelve a ser lo mismo aunque nunca es igual –me dijo mirándome desde el espejo-. Me di cuenta que era de noche. La luna llena desbordaba luz lechosa del marco de la ventana. No tomé precauciones.¿No lo hiciste? ¿No te diste cuenta de que siempre iba a quedar el poso? Lo había olvidado –como casi todo casi siempre- el plenilunio y una vaga inquietud... Noche de viernes con una carga de ansiedad neutra. Te dedicaste a leer Kafka en la Orilla ¿no? El libro del gato verde que te mira fijamente. Al final te dormiste ¿recuerdas?
2.
A las nueve Wichi y Cristóbal estaban en el local de Ramales preparando lo necesario para las exploraciones. Me inhibí de esas actividades. No podía contribuir a concretar nada. Ni el número, ni la longitud de las cuerdas, ni la cantidad de chapas, ni el número de spits, ni el número de parabolts, ni las baterías, ni cosa alguna. Me sentía desamparado sin poder materializar la razón. Posiblemente haber dormido poco, la luna llena. Ridículas razones cuando no encuentras otras. Marta y Zape aparecieron en escena con un buen humor marcado y abundancia de bostezos. Los bostezos se nos contagiaron a todos y fueron en aumento a lo largo del día; aunque realmente no estoy seguro de que todo el mundo se contagiase....
Cristóbal disfruta mucho con el café y se le antojó tomar su segundo café matinal. Paramos en La Gándara y nos invito: café para todos, salvo para Marta, que no tomo nada. En el bar habían decorado las paredes con fotografías espeleológicas de Juan Casero. Unas excéntricas en el panel sobre la barra contaron con nuestro atención por unos instantes. Durante toda la subida había aumentado el tono de los intercambios, pero la verdad es que yo no me enteraba de nada, bostezaba y miraba la nieve. La furgoneta de Zape se adaptaba a las curvas con gracia y brío. Nos llevaba a los cinco allí metidos junto con todas las sacas holgadamente atrás.
La casa de Juan Casero en Astrana estaba abierta pero pasamos de largo. Como siempre nos preguntamos por sus actividades. Afirme que Juan se vendrá a vivir aquí cuando se jubile. Tan cerca pero tan lejos. Al llegar al bosquecillo de robles, y junto a la desviación a San Pedro de Soba, la nieve impedía seguir. Solo unas huellas de tractor continuaban. Todas las sacas eran amarillas y grandes. Todos los monos eran rojos MTDE. Todos los cascos eran rojos también, salvo el de Marta que era amarillo. Todos nos pusimos gorro. Cristóbal y Wichi también se calzaron unas polainas para impedir que la nieve se les metiera por el cuello de la bota. Mientras tanto yo confié en la dureza de la nieve y en el peor de los casos en pisar la huella ya abierta.
La nevada ganaba profundidad a medida que ascendíamos. Todo blanco. No recordaba una nevada tan magnífica en Mortillano pero es fácil que si las hubo las hubiera olvidado –como casi todo casi siempre-. Un guiño a sentimientos que flotan como volutas azuladas en el vacío. Pasas largo tiempo en otra percepción y algo se te enciende de nuevo. Y ahí está, lo desees o no. La belleza del paisaje níveo de Cellagua. Pequeños arco iris formando una alfombra mágica que te ciegan con su brillo. Y el leve crujido de todo ello puesto bajo tus pies, manteniendo tu peso a veces sí y a veces no. Interrogábamos con la mirada el terreno y la intuición nos decía donde estaba la firmeza, pero no siempre. La sorpresa nos hacía reír y jurar.
Extendí todo lo que llevaba en la saca grande y me posé sobre ella para terminar de prepararme. El arroyo murmuraba a mis espaldas con suavidad. No entraba mucha agua, pero era bastante temprano y cuando apretara el sol seguramente sería otra cosa (la cuenca que recoge Cellagua es enorme). Me metí el último por el estrecho agujero. Las primeras rocas tenían una chapa de hielo transparente de unos cuatro centímetros de grosor. Y por el pescuezo se me deslizaba un chorro de aire helado que dejaba petrificado. Comencé la bajada en penúltimo lugar pero me apetecía ir el último para no hacer esperar a nadie. Cuando andábamos cerca del último pozo Zape se aburrió de ir esperando detrás de mí y me paso destrepando por el meandro como un gato.
Al aterrizar descubrí que había aporreado el mosquetón del dressler por la rosca. Hubo que meter una llave para levantar un poco el metal y abrir el mosquetón. De todas formas ya era hora de ir cambiándolo. Nos pusimos en movimiento río abajo. Los pasos entre bloques estaban tan resbaladizos como siempre; en concreto hay dos pasos bastante trabajosos. Un par de cordinos de tres metros bastarían para facilitar el tránsito. El río apenas estaba crecido, tenía una cantidad de agua parecida a la que había visto otras veces. Pero había zonas en que se embalsaba agua algo más profunda. Alcancé el inicio de la Galería de Borgoñeses con los pies mojados. Tenía unos escarpines de repuesto pero preferí dejarlos para la vuelta.
La galería de Borgoñeses presentaba los senderos más transitados que la última vez que estuve. Habían colocado una cuerda en plan Tarzán sobre un desfondamiento. Me sentí cómodo en esta zona. Paramos en un arroyo a llenar las botellas que llevábamos. Un poco más allá encontramos los treinta metros de cuerdas ascendentes recientemente instaladas para alcanzar el nivel que íbamos a explorar. Estaba fraccionado con péndulos muy marcados hacia la derecha. Luego recorrimos una amplia galería con pedreras hasta otra cuerda de unos quince metros. Había que tener cuidado en todos sitios con las caídas de piedras. Mientras esperaba mi turno me quedé silencioso. No tenía nada que decir o no tenía energía para decirlo. De vez en cuando mis compañeros se hacían eco de mi silencio. –estás muy callado hoy... -. Les respondía con alguna imagen –intentaba que fuera agradable- que tomaba al vuelo en el vacío mental.
Justo al final del ascenso por las cuerdas había un buen sitio para comer. Teníamos un infiernillo de gasolina y tomamos té caliente con leche condensada. Las llamaradas alcanzaban medio metro de altura. Calorcito agradable. Zape se ocultó tras unas rocas para evacuar. Algo le había aflojado los intestinos. Quizás el café. Tomé Aquarius y unas empanadillas de atún marca Eroski. La conversación se centró en un cotilleo generalizado sobre todos los conocidos comunes de Zape, Wichi, Cristóbal y Marta. Oí algunos nombres que me sonaban. De paso me enteré que las competiciones espeleológicas estaban teniendo éxito y estaban siendo consideradas como una potencial cantera de gente joven. Interesante.
Cuando nos pusimos en marcha fuimos rápido. El meandro fósil por el que nos movíamos presentaba zonas muy hermosas. De vez en cuando tenía trepadas y destrepes pero la tónica dominante era un suelo arenoso y llano fácil de transitar. Luego alcanzamos varios desfondamientos con cuerdas de bajada y subida y varias rampas con cuerdas instaladas. Por fin llegamos a un resalte que había que equipar para seguir explorando. Entro en funcionamiento el taladro y en menos de un cuarto de hora pudimos bajarlo. La continuación nos llevo por amplia galería hasta una sala mediana de la que salimos por una zona incómoda. Enseguida desembocamos en una inmensa sala con grandes pedreras y bloques. Aunque podíamos ir hacia la izquierda en descenso elegimos la derecha, subiendo una pedrera. Por el otro lado descendimos hasta un pequeño pozo. Por un momento me dejé llevar por las sensaciones que sentiría alguien que tiene miedo bajo tierra. Me imagine los 300 o 400 metros de roca que reposaban sobre nosotros y la complejidad de salir de aquí. La imagen me produjo cierta incomodidad.
La exploración continuo. Tras el pequeño pozo una pedrera nos condujo hasta un desfonde en el que se escuchaba en lo profundo el río de Cellagua. Entre ochenta y cien metros de altura calculamos a base de tirar piedras y escuchar sus discursos. En una opción diferente, por un pasamanos en comba, atravesamos un puente formado por grandes bloques y alcanzamos otra plataforma. Zape instalo un corto muro, descendió 15 metros y a continuación, por una empinada rampa, escaló hasta un punto que permitía continuar, aunque se abandonó por el momento. Se barajo la opción de instalar la bajada al cañón de Cellagua en aquel momento, pero cuando comenzaron las instalaciones la segunda batería nos negó su apoyo. Así que tuvimos que volver por la Galería de Borgoñeses.
De vuelta hicimos una parada para comer en el mismo sitio que a la venida, y con eso tiramos hasta la base de los pozos de Cellagua. El caudal había aumentado un poco pero todavía permitía ascender sin problemas. Solo salpicaduras de agua que apenas importaban en la sudada que nos producía el ascenso con jumars. El chorro de aire helado anunció la proximidad del exterior. Una noche de luna casi llena, el viento en calma y la nieve componían un paisaje mágico. Eran las once y media. Entre que bajamos al coche, nos cambiamos, y descendimos a La Gándara se hizo tan tarde que ningún bar estaba abierto. Quien más quien menos estaba cansado y todos queríamos irnos a casita.
Por el camino me puse música a todo volumen para no dormirme y maté el hambre con barritas energéticas... De vez en cuando tenía que corregir la dirección del coche con desgana.