Además de las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, que pudimos aprender los que tuvimos enseñanza religiosa reglada en una época ya algo lejana, también aprendimos que la virgen había concebido a Jesucristo sin conocer a varón alguno, es decir sin follar en toda su vida. El soplo del Espíritu Santo había engendrado en un óvulo de la Virgen María una nueva vida. No sé si hay mucha o poca gente que crea en ese dogma de fe de la Iglesia Católica. Pero seguro que son pocos entre los creyentes, y menos aún entre los no creyentes, los que se han tomado la molestia de reflexionar seriamente sobre el dogma de la virginidad. Yo si lo he hecho debido, en parte, a razones que no os quiero confesar y, por otra parte, a lo que podríamos llamar curiosidad universal.
No me cabe la más mínima duda que la virginidad le da un carácter sagrado y mágico a una mujer. Una virgen nunca ha experimentado lo que significa ser penetrada: tiembla y anhela lo desconocido. El hombre que desvirga a una virgen huella una nueva tierra nunca recorrida: es la misma emoción que la del explorador. Bien, pero ¿que es lo que hace que la tierra nunca recorrida por el ser humano sea tan valiosa? En primer lugar pensamos en lo desconocido. Lo desconocido es un pasaje en jet hacia lo no cotidiano. Lo cotidiano no motiva lo suficiente. Siempre, parece que, hacemos lo mismo: vemos el mundo cristalizado. Así que pisar tierra virgen es una promesa de cambio. De salir de nuestra estrecha mirada cotidiana. Parece. Pero si nos acercamos con más atención descubrimos que no se trata de que el mundo no cambie sino que es nuestra mirada la que no cambia. Todo está en cambio perpetuo, eso es lo único que tenemos asegurado (y nuestra mirada cargada de viejos hábitos tampoco cambia fácilmente). Así parece que éste valor de la virginidad -como algo que te permite explorar lo desconocido- procede de un espejismo en lo básico. Se trata de una idea infantil. No hay mayor milagro que lo cotidiano. Nunca hay repetición. Solo se repite el color del cristal de nuestras gafas.
Entonces ¿cuál es el valor intrínseco de la virginidad si no se trata de esto? Sigamos otra ruta mental: lo no hollado permanece puro porque es virgen. Puro significa no contaminado por el ser humano (o por otros seres o por otras cosas en otras culturas. Como ejemplo los cerdos para los musulmanes). La naturaleza permanece pura mientras el ser humano no la toca. La mujer virgen es pura mientras no es penetrada , mientras no se mezcla con un varón. Y la pureza ¿que nos trae de bueno? Todo parece funcionar mejor mientras permanece puro. La contaminación -como bien sabemos- trae problemas de todo tipo. Así que si uno huella tierra virgen, esto es pura, pisa tierra no contaminada, en cierto sentido huella tierra sagrada. Nos sugiere lo mejor que puede ser -o funcionar- algo. Surge una pregunta: y la mujer ¿al tener hijos no alcanza una plenitud mayor, una mayor perfección?. Esto, en el fondo, solo lo saben las mujeres que han tenido hijos. Y yo no soy el individuo adecuado para formularles esa pregunta. Me inquieta demasiado la respuesta (el dogma católico afirma que la Virgen María tuvo un hijo sin dejar de ser pura). En definitiva me parece que la pureza -o no contaminación- es el valor básico de la virginidad.
La Hoyuca esta cerca del barrio de La Iglesia de Riaño. Es un pequeño polje que da nombre a la cueva cuya entrada ocupa un rincón en su fondo. Cuarenta y cinco kilómetros de galerías para recorrer tranquilamente durante muchas incursiones. Ha dejado de ser absolutamente virgen poco a poco a lo largo de muchos años -más de veinte- de exploraciones del MUSS, pero si uno se lo trabaja con asiduidad puede encontrar todavía terreno virgen. Así, este fin de semana, después de algunos despropósitos durante un intento de ir a Llanezas el sábado con Manu y Juan, pude realizar con Miguel, el médico de Balmaseda, una visita a la Hoyuca. Estaba lloviendo intermitentemente algún aguacero. La elección resulto perfecta: poco coche -20 minutos-, poco acercamiento -2 minutos- , poco material -no hay verticales- y mucha cueva.
En la red laberíntica de entrada descubrí una forma alternativa -la cuarta que conozco- de alcanzar la gran galería zigzageante que te lleva hacia adentro-adentro. Le dedicamos varias sesiones a montar fotos en ese sector de la cavidad. No fue difícil encontrar rincones encantadores donde poder preparar hermosas composiciones (el flash esclavo empezó a darme problemas). Sin embargo por muy enrevesada que sea la red de entrada todos sus rincones están trillados por huellas formando senderos marcados. No es virgen en absoluto. Más adentro nos dedicamos a investigar todas las pequeñas ramificaciones que surgen de la galería zigzageante principal. Así fuimos viendo con detalle cómo el río, que luego te encontraras y seguirás, iba creciendo y entrecruzándose con la galería zigzageante en múltiples ocasiones. Pero apenas era posible seguirlo por lo estrecho o bajo del conducto. Luego, cuando el río se nos hizo accesible, insistimos en seguir por el nivel fósil zigzgeante. Pudimos continuar un par de zig-zags más -el último cortado por el nivel activo- hasta que en la entrada de Quadraphenia el nivel fósil colapsa definitivamente sobre el activo, desapareciendo cualquier vestigio del antiguo nivel. En ese punto volvimos a la carga realizando varias sesiones fotográficas más. El flash esclavo se puso borde disparando cuando le daba la gana. De todas formas seguimos intentándolo con mayor o menor éxito.
Nos internamos en la enrevesada red de Quadraphenia con ánimo de hacer más fotos en la zona de formaciones. Primero fuimos mirando con cuidado todas las desviaciones obvias que, en general, condujeron a ratoneras sin salida o estrecheces no apetecibles. Con la Stenlight pudimos observar con facilidad todas las galerías colgadas y ventanas. Nos llamo poderosamente la atención una que se observaba en el techo poco antes de llegar a una sala con una cascada. En la sala con la pequeña cascada intentamos encontrar una ruta hacía ese nivel superior que se superpone con el principal. La encontramos tras un bloque gigantesco desprendido limpiamente del techo (15X3X4 metros cúbicos más o menos). La galería -lógicamente- se desfonda varias veces pero pudimos seguirla hasta una gran encrucijada. Miguel miro las ramificaciones hacia delante llegando a zonas estrechas que requerían entusiasmo de explorador titular. Sin embargo hacia la derecha había una galería mucho más ancha y alta. Llegamos a un desfondamiento que nos costo un buen rato decidir bajar. Trepando por el otro lado alcanzamos una galería parcialmente desfondada que pronto se hizo virgen. Avancé hasta un punto en que me pareció imprescindible la instalación de un pasamanos. Enfrente observe una continuación obvia. Llegar a una zona virgen me entusiasmo. Todo estaba sin contaminar. La arena primorosamente depositada por la Naturaleza a lo largo de millones de años formando montones esponjosos con rocas mezcladas. Ninguna huella por ningún lado. Todo perfecto y puro.
De vuelta conseguimos encontrar un paso por la parte baja del desfonde que se convirtió rápidamente en una galería transitable con abundantes ramificaciones. La galería desemboco en otra de dimensiones superiores con tres enormes chimeneas ascendentes y una prolongación obvia. La complejidad de la zona nos aconsejó dejar de internarnos por el momento en Quadraphenia. Volvimos a escalar con cuidado y delicadeza el desfonde que nos había permitido conocer esta zona y nos sentamos a comer en una agradable zona arenosa algo más allá.
Al retornar volvimos a la carga con las fotos. Como el flash había dejado de funcionar me dedique a los primeros planos y a fotos en galerías de reducidas dimensiones. Conseguimos encontrar una grieta que nos simplifico abandonar Quadraphenia. Para llegar a la salida utilizamos otra ruta alternativa distinta. En el exterior todo seguía igual de -o quizás más- gris que cuando entramos. Tardamos poco en cambiarnos y partir hacia Hoznayo. Miguel se vino a mi casa siguiéndome en su automóvil. Mientras merendábamos encendimos la chimenea. Ya de noche, cuando Miguel se fue, seguía cayendo calabobos de forma intermitente, como es debido en un auténtico otoño cantábrico.