Camino de Arredondo alcancé el Puerto de Alisas. Las nubes grises se disiparon en el azul. El valle se extendía claro y nítido. Rotundo, podría decirse. Nada que ocultara la montaña Porracolina, nada que ocultara su aura. La contemplé como una pintura hiperrealista. Cada poro de la tierra, cada sima, exhalaba el mismo mensaje. Tuve claro que el día me iba a sonreír. De hecho me sonreía ya. El misterio, esa magia apenas alcanzable, me estaba rozando.
En Arredondo compre algo de comida. De camino, valle arriba del Asón, terminé mi desayuno. Aparqué en la curva donde se toma la vieja senda hacia la Rubicera y espere un rato. Una vocecita interior me dijo que iban a tardar. Recorrí con una calma casi perfecta el par de kilómetros que faltaban hasta la casa rural. Allí me encontré a todos desayunando a lo grande sin prisa alguna. Estaban Hugo, Pepe y su novia Cristina, Zaca, Chicha, Miguel, Miky, Tripi, Antonio y una pareja de la que no recuerdo el nombre. Hubo saludos y presentaciones. La conversación giro hacia Islandia. Luego hacia Papúa. Más lejos no fuimos porque no se nos ocurrió en ese momento donde y cómo ir más lejos. Quizás Encélado donde los exobiólogos aseguran que hay condiciones para la vida. El día resplandecía y la prisa no hacía su aparición por ningún lado.
Fuimos con los coches hasta el final de la pista que conduce a la escuela de escalada de Asón. Miguel iba a guiarnos. Nos llevaría por los pasamanos hacia la cueva de la Rubicera. Él los había transitado hace poco con miembros del AER. A mitad de recorrido Miguel dudó. El camino a seguir para acceder a los pasamanos no estaba, en modo alguno, claro. Una canal empinada y herbosa, candidata final a ruta correcta, no tenía puesta la cuerda debida. Fue el momento en que aprovechamos para producir un pequeño motín. Un liderazgo difuso, un grupo con tendencias ácratas, anárquicas o, cuando menos, izquierdosas ¿Qué más se necesita? Cada cual eligió el camino que le pareció más oportuno para llegar a las hayas gigantes. Allí nos esperaba algo mejor que todo lo anterior. Un remanso de vitalidad, un soplo de frescor salvaje, un sueño hecho realidad, una mirada al árbol de la vida.
Descendimos por las canales. Aquí tampoco encontramos cuerda en el último resalte. Pero todo estaba seco y la roca presentaba todos los agarres bien marcados por el tránsito. No hubo dudas: el descenso nunca estuvo tan perfectamente dispuesto. Hasta llegué a sentirme cómodo sin la cuerda. Luego vino la sombra. La sombra de las dos bocas de la Rubicera nos estaba esperando desde hace tanto tiempo... Con una paciencia sin límite. Varios años. Soy incapaz de acordarme de cuántos. Sencillamentemucho tiempo.
La sombra del portal de la Rubicera es de esas que se disfrutan sin más. El contraste entre la radiación solar y la oscura umbría. La hierba jugosa y fresca. Un suave soplo frío, el aliento de la Rubicera. Las cómodas rocas planas para sentarse. El paisaje cargado de mensajes vitales. Como la cascada del Asón. Como los bosques de hayas del Albeo. Como las verdes hazas colgando sobre el abismo.
El ambiente me resultaba acogedor. Me sentía como si estuviera en una segunda residencia, una antigua casa, bien conocida por mí, en que los rincones me susurraban recuerdos. El sendero que nos conducía hasta el caos de bloques estaba perfectamente marcado. La gran galería se conservaba sin deterioro evidente. Sólo eché en falta que solo se hubiese marcado una senda en los arenales. Poderlos contemplar vírgenes de huellas. Pero esta trillada general de los arenales ocurrió en una época en que cada nuevo grupo que entraba en la Rubicera se peleaba durante horas o jornadas intentando encontrar el paso clave. Ese paso, que resulta tan evidente cuando es conocido, requería varios intentos del espeleólogo en la mayoría de los casos. Así es como se trillaron los arenales de la enorme galería.
El paso clave del caos de bloques ha mejorado ostensiblemente. La zona más estrecha, que antes resultaba enormemente penosa, ahora se ha convertido, no sé cómo, en una gatera de agradable tránsito. La saca, que anteriormente requería de una cadena humana, ahora es manejada cómodamente por el propio espeleólogo. Me pareció un avance positivo. Encontré, además, que la cantidad de bloques sueltos –amenazantes- había disminuido notoriamente. Me reuní con Miguel en la base del paso clave respirando la brisa que emergía de la oscuridad. Avanzamos hacia esa oscuridad sin ninguna preocupación. Se habían evaporado todas como si la oscuridad se hubiese transformado en luz.
Nos alejábamos de la ruta más transitada, la travesía que lleva hacia el Mortero de Astrana. Aquella galería que recorríamos me estaba resultando encantadora. Pequeñas dificultades y grandes bellezas. Y ahora íbamos hacia galerías menos conocidas. En realidad solo Tripi las conocía. Difíciles de encontrar. Me dejaba guiar con el placer del que sabe que lo mejor está por llegar. Un camino prometedor hacia un lugar más prometedor aún. Primero encontramos los zarpazos de un pequeño mamífero. Miles de zarpazos tapizaban la pared. Resultaban intrigantes. Resultaba difícil de comprender el porqué de esos zarpazos. Resultaba un número excesivo de zarpazos para entenderlo. Entre nosotros circuló la hipótesis de que no fuesen zarpazos; de que la dinámica química de los minerales de la roca hubiesen conformado los zarpazos. Quizás. Tal vez. Es posible.
Más allá encontramos arenales en un cómodo laminador. Arenales con un único sendero, con una sola ruta. La emoción de estar rodeado por terreno virgen. Alguna huella perdida rompiendo la perfección de la superficie nos recordaba la importancia de la balización. Nos recordaba la necesidad de hacerlo; la necesidad aun en los casos en que los espeleólogos sean seres humanos cuidadosos. Casi escrupulosos, casi obsesionados por la virginidad y la pureza del paisaje.
Las excéntricas abundaban en algunos rincones. Eran notables. Perfectamente blancas. Perfectamente conservadas. Exactamente colocadas en el punto en que la naturaleza de los hechos coloca a las excéntricas. Exactamente puestas para captar su imagen. Así que hicimos fotos. Y así eché de menos un trípode en condiciones. Una pequeña mancha en la poderosa historia de aquellas horas. En realidad una mancha sin importancia ninguna. Un fugaz deseo de atraparlo todo. De quedarse con todo. Cuando todo se nos estaba dando sin atraparlo. Cierra el puño y te quedarás con un puñado de arena. Abre tu mano y todo el desierto pasará por ella.
La Galería que arranca de la Teta hacia el norte tiene algo. Algo de especial. Una decoración que no deja indiferente. En la paredes, en el techo. Y en el suelo. El murito que protege los pelos de yeso fue construido por Tripi. Los corales lo tapizan todo. De momento puede recuperarse plenamente balizando el sendero más marcado. No tiene dificultad. Es ligeramente activa por los goteos. El barrillo sobrante, fuera de la ruta balizada, desaparecerá en pocos años. Aquí no hay problema.
Sin embargo el deterioro de la ruta por la que discurre la travesía es muy notable. No hay basura, pero muchas zonas están pisoteadas -sucias- de una forma excesiva por fuera del evidente sendero principal. Que diferente sería si todo se hubiese balizado cuidadosamente. Lo más valioso que han destruido esas trilladas son los arenales cristalinos blancos que rellenaba algunas galerías. Podemos consolarnos pensando que al ser galerías estrechas era muy difícil eludir su deterioro. Pero de cualquier forma es cierto que podría haberse conservado mejor la cavidad. El deterioro principal procede de los tránsitos en la travesía. Si la travesía no se hubiera publicado o, mejor dicho, si solo se hubiese publicado una vez balizada cuidadosamente la cavidad, el deterioro sería casi nulo. El error de apreciación fue solo mío. La responsabilidad, la culpa, de haber publicado la travesía me pertenece como carga.
Es posible conservar a partir del punto en el que nos situamos en la actualidad. Eso es lo mejor que podemos hacer en este momento. No digo que las bellas travesías no deban publicarse, ni que deba impedirse las visitas a bellas cavidades. Lo que digo es que antes de ello deben prepararse cuidadosamente para esas actividades. Y es eso lo que no pude comprender hace una década. Pero ahora lo he comprendido plenamente. Mi único consuelo consiste en decirme: mejor tarde que nunca. Antes solo pensaba en democratizar la belleza. Ahora sigo pensando en democratizarla, pero garantizando su conservación. Ese es mi punto de vista. Varios grupos me han pedido ayuda para realizar travesías en el Gándara. O para visitar ciertos sitios. Está en marcha un proceso de balización para que esas visitas no deterioren nada. Una vez culminada la balización de las zonas clave las cosas serán de otra manera. Todos nos congratularemos de poder visitar o hacer una travesía de calidad. Con todas las bellezas intactas. Solo hace falta algo más de paciencia. Porque el trabajo de balización requiere su tiempo. Y hacen falta muchas manos para hacerlo.
Nuestra visita tocaba a su fin. Pero todavía nos quedaba un bonus extra que iba a darnos lo mejor del día. En el grupo había algunos que se habían quedado con ganas de recorrer la vía de acceso a lo largo de los pasamanos. Zaca, Miguel, Chicha y yo decidimos recorrerlos de vuelta. La senda estaba perfectamente marcada. Pero la cornisa herbosa se iba estrechando sin que aparecieran las cuerdas. Ya andábamos un poco temerosos de que no hubiera cuerdas cuando divisamos el primer pasamanos un poco más allá. El recorrido fue como un regalo definitivo y pleno. Como cuando saboreas la fruta más deliciosa del árbol. Como una estancia en el lugar que más amas. Como el rincón más bonito de los recuerdos de tu infancia. Como una terapia total de la locura contagiosa. Como la armonía de las esferas.
La última cuerda de los pasamanos te posaba en un hombro herboso en mitad del haza. Flanqueamos por la hierba con despreocupación hasta la primera canal a nuestra izquierda. Al principio la pendiente era suave. Luego fue empinándose hasta un punto en que empezamos a necesitar las manos. El paseo se convirtió en una trepada por hierba y roca. Tuvimos una ligera sensación de peligro. Algo estimulante pero sin tensiones. Es cierto que estábamos subiendo. No bajando. Si hubiéramos estado bajando la sensación hubiera sido otra. Pensé o pensamos o dijimos: para bajar mejor poner la cuerda. Y con peso también para subir.
Me despedí hasta agosto de todos mis amigos. Ellos querían que me sumase a la fiesta que se avecinaba. Doscientas cervezas, tres botellas de ginebra y dos de ron para empezar. Datos parcialmente recabados por mí y parcialmente facilitados por Zaca. Era tentador. Sobre todo porque amo el sabor de la ginebra. Pero también era inadecuado. Tenía compromisos y, lo principal, tenía que terminar de preparar el viaje que comenzaba al día siguiente. Viaje que me llevaría muy lejos. Tremendamente lejos. Hermosamente lejos. A mi reserva de silencio. Aunque, pensándolo bien, esto no es del todo cierto. La reserva de silencio ¿esta solo en un sitio? O mejor dicho: ¿está en algún sitio en particular? Seguro que en todos los que consiguen alzar el silencio sobre el ruido. Seguro que en aquellos en que el ruido se transforma en silencio. En esos en que, a pesar de todo, permiten conectar con tu propio silencio.