17/12/2011
El diecisiete de diciembre del 2011, mucho tiempo después de conocer la hermosa Galería-Que-Resplandece, y de ir cuatro veces a visitarla en la Red del Gándara, conseguimos dar con la clave que permite alcanzar su final.
Ese día, sin mucha fe, me había lanzado a probar fortuna. Los elementos humanos poseían química afín. Lo que no significa que su combinación fuera estable. Aunque debo decirlo: la virtud de algunos raros productos consiste, a veces, en su inestabilidad; en un dinamismo impredecible e incómodo.
Durante esta memorable incursión espeleológica el destino reunió a cuatro personas: Manu, Miguel, Adrián y yo. La preparación de esta salida fue nula. El lunes se presentó Adrián en mi casa. Acordamos entrar en la Red del Gándara el sábado diecisiete. De forma independiente, Manu me llamo y se unió al grupo. Poco después Miguel me mando un email y también se sumó. Incluso Sergio se mostro interesado, pero no vino. El tiempo empeoro progresivamente a lo largo de la semana.
El sábado nevaba en las montañas. Los aguaceros se sucedían unos a otros interrumpidos sólo por pequeñas pausas. Los avatares nos forzaron a viajar en dos coches hasta el punto de aparcamiento. Jarreaba, pero la furgoneta de Manu nos sirvió de vestuario improvisado. Antes de salir me encasqueté un chubasquero Helly-Hansen, regalo de mi primo Onofre adquirido en Bergen. Mientras tanto otros usaron paraguas. Exceptuando las perneras del mono llegue completamente seco a la cueva. La boca aspiraba aire frío del exterior.
Al principio íbamos demasiado rápidos. La ansiedad, subproducto de la inestabilidad química y del mundo en que vivimos, afloraba a la piel. Abandonando el exterior nos adentrábamos en la Red del Gándara. Mientras, imperturbable, la roca esbozaba una sonrisa indefinida. Cada piedra ocupaba su lugar en el camino. Ninguna mostraba dudas o incertidumbre. Su calma era total.
La Galería-Que-Resplandece estaba como la deje hace mucho. Arena cristalina y blanca, acumulada con suavidad a lo largo de millones de años. Pisos superiores y cornisas a media altura, albergando discretos conjuntos de formaciones y pequeños nidos de cristales. Esporádicos nidos de pisolitas. Los cuatro avanzábamos con todo el cuidado del que éramos capaces. Cada humano posaba sus pies en el mismo sitio que el que le precedía. Movernos sobre desfondes de decenas de metros nos exigía una atención total. La paz mineral nos rodeaba.
Dudaba, pero seguí mayormente el camino usado las veces anteriores. Por fin, llegamos al corto tramo de cuerda que dejamos Mavil y yo la última vez. Un par de hitos marcaban el final de esa visita. En aquella ocasión no supimos encontrar una continuación. Sin embargo allí estaba, delante de nuestros ojos. Ni por arriba a la derecha, ni por abajo a la derecha, ni por abajo a la izquierda, sencillamente por arriba a la izquierda. Una trepada y un paso entre formaciones daban acceso a un tramo de galería amplio.
Al avanzar, las formaciones impolutas se multiplicaron por doquier. Algunos desfondes se mostraron muy delicados. Un destrepe de más de diez metros nos corto el paso. Bajar sin cuerda me pareció bastante peligroso. Mientras mis tres compañeros se arriesgaron a continuar, yo me quede sentado esperando. Apagué la luz y escuché lo que quiso contarme la cueva.
Pasada más de media hora les oí volver. Primero aparecieron Manu y Adrián. Habían dado la vuelta sin alcanzar un final. Cinco minutos después volvió Miguel. Tampoco había llegado al final de la Galería-Que-Resplandece. Buscamos un sitio acogedor para sentarnos a comer. En cuanto acabaron sus provisiones Adrián y Manu se fueron. Me pareció oírles decir que tenían frío. Miguel y yo no teníamos ni frío, ni prisa. Estuvimos haciendo fotos a un conjunto de banderas que sólo mostraron su verdadera naturaleza cuando las traspasamos con la luz de nuestros focos.
Cierto tiempo después alcanzamos la base del Pozo de las Hadas. Pude ver a Manu ascender el primer tramo. Me quede esperando abajo, rumiando tranquilidad, mientras Miguel subía hasta el rellano intermedio.
El último que sube un pozo no descansa casi nada arriba. Y por eso casi todos prefieren no quedarse para el último. Pero yo me quedé contento para el último, porque me había propuesto desinstalar el pozo y no tenía ninguna prisa por salir.
Otro montaje de cuerdas paralelo al nuestro había aparecido en el entreacto. El grupo al que pertenecía el tinglado no había dejado chapas. Creo que supusieron que las nuestras eran fijas. Pero si que habían dejado mosquetones para sustituir los nuestros. La rosca de uno de nuestros mosquetones se negó a abrirse. No se cómo, pero se había abollado el cierre. Eso me obligo a deshacer los nudos pasando toda la cuerda. Maldije mi suerte y me apliqué con furia. En la operación se me quedaron los brazos muertos. Acabé como Dios me dio a entender y proseguí el ascenso. Ya estaba cerca de la cabecera del pozo cuando escuche al otro grupo llegando a la base.
A trompicones terminamos de recoger y reanudamos la marcha. Todavía era de día cuando salimos al exterior. No llovía, pero se notaba lo mucho que había llovido. Manu y Adrián se protegían de las inclemencias, encerrados en la cabina de la furgoneta amarilla de Manu. Siguiendo el ejemplo, Miguel y yo no tardamos en estar confortablemente apalancados en los asientos del coche. Mientras bajábamos hacia Ramales la calefacción me dio sueño. Pero con voluntad mantuve la posición erguida. Me prometí a mi mismo volver de nuevo a la Galería-Que-Resplandece para conocerla hasta su final. Pero sobre todo para fotografiarla como se merece. Unos pinchos con cervezas nos dieron fuerzas de sobra para terminar este viaje hacia nuestras casas.