El Sueño Acariciado.
Nuestro tiempo como seres humanos es limitado. Ese fin de semana elegí seguir viviendo mi pasión mineral por la Cueva del Gándara. Llame a Miguel, quien se unió al viaje con alegría. Creo que también él estaba enamorado de la misma cueva. Y la cueva nos acogía en su esplendor, a ambos sin restricciones. Sabíamos que, para el fin de semana, las previsiones meteorológicas daban lluvias; y nieve por encima de novecientos metros. Me acordé de José, cuya inclinación natural por las montañas le impedía meterse en una cueva si hacía buen tiempo. Quizás ahora fuese para él una ocasión. Y también llamé a Manu, que consiguió arreglar las cosas en su trabajo para tener libre la tarde de aquel viernes. Lamentablemente al final José no pudo venir pero todo estaba encarrilado y no era momento para detenerlo.
Eran pasadas las nueve cuando iniciamos con decisión el camino. Con decisión y con sudor. Demasiado peso, demasiado agacharse, y erguirse de nuevo, demasiada comida en el estómago. Demasiada cueva para unos seres tan pequeños. Como hormigas perdidas en un hormiguero infinito.
El campamento en el que íbamos a pasar dos noches estaba muy solitario. En la lejanía se escuchaba el ruido de un arroyo caudaloso. Demasiado caudaloso –quizás- para entenderlo. Recogimos un poco todo y nos hicimos algo caliente. Preparamos tres yacijas adecuadas. Una persona, una yacija. Dormimos hasta que nos despertó algo. Tenía fríos y húmedos los pies. Me pareció una noche sin sueños.
El Sueño de Cristal.
El despertador de la cámara digital sonó a las ocho. Había té y leche condensada y pan y dulce de membrillo y galletas y café. Al abandonar el campamento miramos un reloj que marcaba casi las diez. Caímos en la cuenta de que nadie había cambiado la hora en el reloj de la cámara. Anduvimos varias horas a lo largo de laberintos entrelazados. En el lateral de nuestro camino un desfonde, que se hundía diez metros, nos sedujo por su orientación. Una cuerda fijada a un puente de roca nos permitió bajar hasta tomar pie en una galería mediana. La continuación de frente se cortaba enseguida. Pero volviendo atrás, y un poco ocultos, se abrían varios pasillos con flores y cristales de yeso. Vimos, colgando del techo, una cola de caballo a la que la tenue corriente que generábamos al andar movía suavemente. Casi con certeza los pelos que la formaban -de unos cuarenta centímetros- eran de yeso cristalizado.
Nuestro sueño era alcanzar algún camino fácil que nos condujera hacia el oeste. En varias ocasiones se mostraron galerías prometedoras que luego no nos llevaron demasiado lejos. Algunas tenían una sobria belleza que las hacía más acogedoras. Otras poseían una línea espartana. En una de ellas nos sorprendió la abundancia de grandes cristales transparentes que, a veces, se ordenaban en líneas colgadas del techo recordando los dientes de un tiburón. Anduvimos por una galería que mostraba sus paredes profusamente decoradas con pequeñas formaciones de barro y cristal; como legiones de diminutos penitentes perdidos en un sueño mineral.
El Sueño de las Actinias.
Nos adentrábamos poco a poco en la maraña de galerías de la Red del Gándara. A menudo me sorprendía pensando mejor cuatro que tres para estar varios días en esta cueva. Buscando un camino hacia el oeste tuvimos que trepar por una ruta poco clara a una galería colgada. El túnel, rectilíneo casi, se reveló amplio y suave. Una pátina de barro untada sobre sus formas y sobre los bloques requería nuestra atención mantenida. Al intentar un paso delicado Manu resbaló, cayendo con la culera sobre un borde redondeado. El golpetazo nos cogió por sorpresa, pero comprobamos con alivio que se había hecho menos daño del que parecía. Miguel le dio un analgésico. Esto fue un aviso para no jugar a hacer movimientos azarosos. Si hubiéramos tenido un accidente, uno de los tres hubiese tenido que salir en solitario para dar aviso. Y estábamos muy lejos de la entrada.
Me sentía excitado y extraño a mi mismo. No encontraba el ritmo vital justo. Durante un tramo el desfonde en el centro de la galería -cerrándose sobre si mismo- creó un túnel dentro de otro. Volviendo sobre nuestros pasos -desviaciones de desviaciones de más desviaciones..- tomamos una gatera que de inmediato se abrió a una galería mediana. Algo nos empujaba a seguir ganado terreno por laminadores y estrecheces. Habíamos avanzado tal vez menos de un cuarto de hora. Y entonces llegamos donde sueñan las actinias. Las tradiciones de los aborígenes australianos cuentan que todos los seres tienen un sitio para soñar. Quizás supieseis a lo que me refiero si hubierais visto “Donde sueñan las hormigas verdes” de Werner Herzog. O quizás creáis en el poder del silencio, que codifica la ley de las formas, el sello que modela la roca. El proceso físico. Tal vez soñar es el nombre que dan a la ley los aborígenes. Una explosión mental nos reventó los sesos. Solo decíamos incoherencias. Durante un tiempo anduvimos captando imágenes del sueño. Soñábamos un sueño que no nos pertenecía.
El Sueño Detenido.
Más lejos aún alcanzamos una galería ancha y alta, con arena y con lugares que invitaban al descanso. Pero no descansábamos. Tal vez recorrimos dos kilómetros antes de llegar a una bifurcación. Hacia la izquierda un estrecho meandro desfondado. Hacia la derecha una ruta sembrada de bloques ciclópeos hasta donde podíamos vislumbrar. Tuvimos que descifrar el camino buscando los indicios dejados por los exploradores. Sus huellas, a veces, contaban historias titubeantes, indecisas. Ellos -y nosotros- tuvieron que tantear para encontrar la ruta. En la lejanía comenzó a escucharse el rumor de un río. Luego llegamos a una playa de guijarros y bloques donde descansamos y comimos un poco. Seguimos hacia el oeste, aguas arriba del río.
De nuevo la ruta exigía descifrar los indicios. Un paso muy expuesto nos cerro el camino. La inspiración me dijo que era posible una ruta más segura hacia la izquierda. Así alcanzamos una zona ancha -casi una sala- en la que el río era de nuevo protagonista. Pero se estaba haciendo tarde y había que volver. Estimábamos que llevando unas ocho horas a ritmo de búsqueda la vuelta nos llevaría menos de la mitad.
Antes de las diez estábamos en el campamento. Tomamos sopa, pan con lomo, pan con atún, y espaguetis carbonara. A las once nos dispusimos a dormir –quizás a soñar-. Tuve sueños extraños. Nos levantamos a las cinco sin sueño y partimos hacia las seis. El día estaba espléndido cuando alcanzamos la superficie. A las diez desayunábamos en Ramales.
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