Texto: A. Gonzalez-Corbalán
Fotos: M. F. Liria
Yndislegur significa maravilloso en islandés. En contra de lo que pueda parecer es uno de los idiomas más dulces que he escuchado. Una lengua para la poesía. Es por eso que de vez en cuando me gusta escribir alguna de sus palabras. Es como un dulce entre tanta amargura.
Hacía menos de una semana todavía estaba en Islandia. Había vuelto de esas tierras de hielo y fuego con un sabor de boca agridulce. Los últimos acontecimientos en Santander -de los cuales me había ido enterando por los emails-, la proliferación del turismo masivo everywhere, las noticias nacionales e internacionales y la falta de silencio verdadero en mi entorno inmediato habían conseguido impregnarme de un tono gruñón, nihilista y misántropo. El resultado estaba siendo una intolerancia, casi diría alergia, a la especie Homo Sapiens. Un profundo aburrimiento por los afanes, deseos y aspiraciones de todo el género humano. Pero ¿y qué me queda entonces? ¿Acaso no soy uno más de ese humano género? Podría aferrarme a la monotonía tranquilizadora de la cotidianeidad. O suicidarme. Lo primero conmigo no funciona. Lo segundo es sólo acelerar lo inevitable y recortar una película que puede dar muchas sorpresas divertidas todavía. ¿Qué más podría darme motivos para existir? Me queda la búsqueda de la verdadera naturaleza. Me queda la gracia divina allí donde sopla. Me queda la belleza.
El sábado me encontré con Nacho a las nueve y media de la mañana en Solares y media hora después con Miguel en Ramales. Una hora después entrábamos en una Cueva. Nuestra intención era explorar, balizar y topografiar una Zona. El equipo de topografía se había quedado en casa, olvidado en un estante. Así que íbamos a dedicarnos a balizar, siempre debe ser lo prioritario, y luego a explorar. De camino instalaríamos algunos elementos de seguridad en el avance. Esa es la segunda tarea en orden de prioridad: la primera es preservar la cueva lo más parecida posible a como fue descubierta; la segunda es mantener con vida a los exploradores y visitantes. Sólo la tercera es, en sí, la tarea de explorar. Una tarea, por lo demás, totalmente vana como el resto de los quehaceres humanos. Vana no significa que no sea divertida. Como echar un buen polvo.
Una subzona, explorada por Nacho y dos amigas hacía tres días, fue balizada a conciencia. De camino hacia otra subzona, la más caliente, colocamos una cuerdecita para asegurar el descenso de un resalte y otra cuerda en un pasamanos quitamiedos. Finalmente exploramos un pozo de cuarenta (que conectó con una zona ya conocida), una galería con gours y coladas cristalinas, y un laminador con una chimenea ascendente obstruída por piedras inestables. Como tarea para el futuro inmediato: varias cosas necesitarán balizarse, algunas otras mirarse más a fondo y toda la totalidad topografiarse ha de.
De camino a casa paramos en Ramales. Nunca me había sentido tan ajeno al ambiente de ese pueblo. Para mí que sólo el diez por ciento de la gente que habitaba sus calles ese día eran autóctonos. Los otros eran extranjeros de Bilbao. Eso no fue ningún obstáculo para tomar unas cervezas frías en vaso grande de sidra. Y tampoco para charlar amigablemente con los amigos amigables.
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