Aquel era un mundo de
escaladores. Μυρτιές (Myrties)
una pequeña aldea de Καλυμνου
(Kalymnos) frente a la isla de Telendos
estaba encajada entre un mar azul intenso, con pinceladas aguamarina en las
zonas someras, y los precipicios de roca caliza donde se escriben poemas en la
roca. Un cuaderno sin reglas para escribir un código minúsculo. Canciones, poemas,
que nos planteaban difíciles coreografías, bailes que elevaban el cuerpo con el
gesto justo, el equilibrio perfecto, el movimiento preciso.
Unos días antes,
procedentes de Madrid (vía Düseldorf), habíamos aterrizado
en la Isla de Kos, luego habíamos cogido un taxi al
puerto de Mastichari, un ferry
hasta Pothia y otro taxi hasta Myrties
para derrumbarnos en Sunset Apartments.
Nuestro tiempo discurría
entre los madrugones y las siestas. A las seis desayunábamos para luego acudir
diligentes a la cita con la roca. El sol y el calor imponían sus leyes con
dureza. El tiempo y las energías se agotaban a media mañana o algo después; eso
dependía de nuestra habilidad para elegir el área adecuada a las circunstancias
climáticas. Las cabras nos acompañaban siempre. El sonido de las chicharras,
cuya intensidad era el termómetro que la naturaleza nos ofrecía de forma
gratuita, y las cabras. A veces las cabras eran descaradas.
Luego huíamos al mar. La
sombra de los tamarindos y el agua fresca y nítida acotaban esa etapa. A veces
comíamos y otras veces merendábamos. Una disyuntiva interesante. Los
restaurantes eran azules y blancos como los manteles y como las casas. A veces
ordenábamos ensaladas con queso feta o calamares a la plancha o cabra guisada o
dolmades o pescado a la parrilla. Pedíamos cerveza Mithos o Fixe, pero
siempre en generosas botellas de medio litro. La influencia germánica.
Más tarde o más temprano nos
refugiábamos en Sunset Apartments
y poníamos el aire acondicionado. Entonces dormitábamos, leíamos o estudiábamos,
mirábamos los whatsApps o hacíamos una mélange de todo
ello. Luego nos aburríamos y hablábamos. Generalmente no decíamos nada
significativo. Era una como otra coreografía, esta vez con palabras y frases.
Un día vino una ola de
calor. Al calor habitual se le sumo el de la ola. No escalar al día siguiente
era una respuesta posible. Sustituir la escalada por el turismo. En el mapa
había marcadas algunas cuevas. Mire que se contaba en internet sobre las cuevas
de Kalymnos. No era nada despreciable. Escogimos el
plan de conocer algunas de ellas.
Primero fuimos a la de Skalia. Diez minutos tardamos en llegar desde el coche.
Justo encima estaba el sector de escalada llamado Cave. La puerta estaba
trabada con un cordino. Luego venía una escalera
vertical de hierro. Eugenia se negó a entrar, sencillamente miedo, y Amelia
puso la excusa de que había olvidado las gafas en el coche y que sin ellas no
vería bien. Entramos Marisa y yo. Luego había otra escalera y una rampa. Se
desembocaba en una gran sala bien decorada. El diámetro máximo superaba los 50
metros. Fuimos visitando los rincones y por el camino realizamos una foto
pintada al paisaje. Hice tomas para montar a Marisa por capas. Cuando salimos
hacía más calor aún.
Luego fuimos a Vathy/Rína por la carretera que
atraviesa las montañas. En el fiordo de Rína
preguntamos por barcas para ir a las cuevas costeras. No las había. Nos bañamos
varias veces. De vez en cuando llegaban hermosas goletas cargadas de turistas
en bañador -o ligeros bikinis- sobre la cubierta. Los rayos solares caían sin
piedad. Entramos en un restaurante con terraza y probamos todos los aperitivos
griegos que había en la carta. Los acompañamos con cervezas. Tomamos café y té
para espabilarnos. Un velero atracado en el muelle exhibía las banderas
catalana y griega. Les recriminé que no ostentase también la bandera española.
Ya por la tarde cogimos la
carretera costera, atravesamos Pothia y tomamos la
desviación a Vothyni. Por el camino paramos en un
antiguo castillo y en dos monasterios. Luego tomamos el sendero que va a la
ermita de San Andrés frente al islote de Nera.
La cueva de Kefalas estaba cerrada con una puerta de hierro. Por un
lateral una gatera nos permitió entrar. Eugenia y Amelia no quisieron meterse. Nos esperaron en la puerta. Dejamos el dinero de los tickets sobre el motor
generador de electricidad y continuamos por la senda turística. La cueva era
pequeña pero con encanto. La única característica que destacaba era el gran
enjambre de estalactitas cónicas, de un palmo más o menos, que llenaban por completo el techo de la sala principal. No se parecía a ninguna otra
población de estalactitas que yo haya visitado. Algunas desviaciones me
entretuvieron un rato.
Cuando salimos atardecía.
Estábamos cansados de circular todo el día y volvimos a Myrties.
Por el camino vimos una pescadería en Pothia. Yo
pensaba que podía ser una buena idea comprar algo de pescado y cocinarlo en Sunset Apartments. Pero las
chicas no estuvieron de acuerdo. Así eran las cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario