Era un precioso día de primavera con nubes y claros. El tiempo era perfecto. Los colores claros y brillantes. El ambiente fresco y húmedo, casi tropical.
Iris me había dicho que quería ir a una cueva. Busqué algo variado, fácil, corto, tal vez diferente. Con su casita del maqui, sus dos cómodas entradas y sus amplias galerías la cueva de Las Cascajosas me pareció que encajaba con lo ideal.
A media mañana llegamos a un sitio cercano a la cueva y a la aldea de Merilla donde pudimos dejar el coche a la sombra. Íbamos felices hacia el frescor de la gruta. Fuera picaba el sol.
Las miles de preguntas de la niña eran el camino que recorríamos mirando alrededor y adentro. Pero las preguntas eran eternas. Eran las que todos nos hacemos, las que todos olvidamos, las que siempre nadan en la profundidad del océano como peces abisales que con señuelos luminosos te atraen y te tragan.
Luego anduvimos por la oscuridad de la cueva. Allí estaba la casita del maqui con algunas cosas que fueron suyas en un tiempo lejano. Ahora no eran de nadie o eran de todos según se vean las historias. Las galerías parecían grandes o enormes. Con sus bloques de roca jalonando y haciendo más difícil imaginar la geografía de los conductos. Con sus músicas de latidos y suspiros y goteos. Allí parecía habitar algo no tanto desconocido como ancestral y olvidado. La quintaesencia de lo mágico que da su aliento al mundo. Como la palabra de Dios que alimenta al Hombre de la que nos habla la tradición cristiana. Íbamos sin saberlo pero guiados. Nos conducía en un compás de giros y descensos la roca que formaba las paredes de la cueva. No era necesario pensar hacia dónde debíamos ir sino sólo seguir el camino dictado por la galería. En ello encontraba un placer diferente a todos los demás placeres que he conocido: seguir el único camino que puede seguirse.
La otra entrada de la cueva, que fue salida para nosotros, estaba esplendorosa. La verde luz tamizada del bosque inundaba la cavidad dándole un aire exótico. Estuvimos respirando aire verde por un rato intemporal. Luego volvimos al coche.
Marisa buscaba la conexión de Merilla con el Caracol. La carretera nos llevo muy altos entre praderas, bosquecillos y las vacas más felices del Mundo. Al cruzar un collado vimos San Roque y la carretera de Alto del Caracol. Al comprender nos tomamos la libertad de dar un paseo por las laderas herbosas. En la pradera había una oveja blanca y otra oveja negra. Roncaban y balaban. Los borreguitos estaban encerrados en un establo y balaban una única frase, clara como la luz del día, que sonaba como beeeeeehhh...
De bajada hacia el valle encontramos un sitio desde donde mirar Peñalta con detalle. Más abajo San Roque estaba muy animado. En los bares disfrutaban del momento muchas personas que comían y bebían. Pero nosotros no paramos. Por el contrario: conduje el coche con suavidad dejando que se deslizase por el asfalto hasta la cercana costa cantábrica. Fuera olía a bosque y a primavera. No había nubes negras en nuestro horizonte.
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