Texto: A. González-Corbalán
Fotos: Miguel F. Liria
A lo largo de la semana del 8 al 14 de septiembre me llamaron varios amigos para hacer espeleología durante el fin de semana. También hablé con una amiga de ir a escalar un rato el sábado. En realidad todo me resultaba indiferente. Es una tendencia clara de que en mí están apareciendo otros intereses o, mejor dicho, que otras motivaciones están tomando el mando. Todo ello alimentado por una desconexión prolongada de los planes que he mantenido a lo largo de este último año se mezclaba en un extraño cóctel. De cualquier forma que fuere, el viernes a las seis de la tarde tenía varios planes potenciales y ningún plan real. En esta tesitura me llamó Miguel y me animó para hacer espeleología. La posibilidad que más armonizaba con las obligaciones de Miguel era entrar a mirar flecos de exploración en zonas próximas a la entrada de la Red del Gándara. Y no me negué, aún a pesar de mi falta de entusiasmo.
Colindres no ha sido nunca nuestro punto de cita. Pero esta vez lo fue. Eran las diez de la mañana de un sábado veraniego cuando nos montamos en mi coche y partimos hacia Ramales. Luego seguimos por la carretera de Soba hacia La Gándara. La carretera se desplazaba; más aun: se iba quedando atrás. Mientras, las historias del verano se sucedían. Anécdotas. Y la preocupación social de Miguel se manifestaba como casi siempre que volvemos a vernos. Una voz me atraía hacia mis viejos intereses. Pero otra me alejaba cada vez más de ellos. El terreno se notaba seco. La sequía se prolongaba. Un sediento reino vegetal.
Las sacas se llenaron hasta llegar a alcanzar un peso algo incómodo. Pero somos humanos y tenemos espíritu de sacrificio. No somos camellos, ni llamas que protestan, muerden y se niegan a levantarse cuando el peso pasa de un valor crítico. Así que cargamos estoicamente con las sacas hasta la boca de la cueva. Nos recibió un ambiente frío que nos llevo a la gloria directamente. Me sentí feliz de abandonar el bochorno estival. El viento helado y ruidoso nos dio una cariñosa bienvenida. Totalmente inolvidable el sentimiento de entrar en otro reino.
Al avanzar fuimos comprobando que los senderos balizados se habían respetado y que los desperfectos eran mínimos: tres o cuatro taponcillos de sujeción habían saltado, quizás por tropezones o tal vez por la tensión que produce un ángulo mayor que 180º. Miguel, mucho más previsor que yo, los fue sustituyendo sacando de una bolsita que portaba los nuevos taponcillos. Poco después nos encontrábamos en la zona de exploración.
Hace unos meses el Río Pintado nos freno en una estrechez defendida por un charco profundo que obligaba a mojarse casi entero. Ahora traíamos trajes de neopreno para pasar cómodamente la gatera. Después de algunos intentos fallidos pude conseguir pasar el tronco y asomarme al otro lado. Desgraciadamente no había continuación de ningún tipo. El laguito final estaba seco y, salvo una estrecha fisura, la pequeña sala era hermética. Recogimos la instalación de acceso al Río Pintado y volvimos sobre nuestros pasos.
Nuestros próximos movimientos fueron para escalar dos chimeneas con hueco evidente arriba. La primera era demasiado estrecha como para poder continuar. Después de escalar unos metros con la ayuda de dos parabolts, y de sostener un encarnizada batalla, Miguel tuvo que desistir. En la segunda chimenea me encargué yo de montar un pasamanos de acceso. Sin embargo no pude acabar la tarea por falta de parabolts. Teníamos spits, pero no la broca adecuada para colocarlos. No obstante, conseguí meter dos fijaciones y dejarlo todo preparado para acabar fácilmente en un futuro cercano. Tras estas pequeñas actividades nos trasladamos a las inmediaciones de la Sala del Mago. Era hora de comer.
Las instalaciones de acceso al Mago, que habíamos montado el año pasado, funcionaban correctamente. Las balizaciones de senderos también. Nuestro objetivo era conocer más a fondo las continuaciones de la zona. Titubeamos un poco buscando las fijaciones de acceso al pozo que queríamos bajar. Pero la cosa estuvo clara enseguida: dos fijaciones en cabecera y un fraccionamiento a unos tres o cuatro metros. Después de esto un salto en el vacío de casi cincuenta metros.
Abajo me encontré sobre un suelo onírico: multitud de pequeños gours, secos temporalmente, sobre una colada de tono marrón cremoso. Bello. Hacia el este una galería descendente nos condujo a un tapón de bloques cementados por tierra y depósitos carbonatados y hermético del todo. Sólo una estrechez puede dar una hipotética continuación hacia un meandro descendente. Eso sí: con bastante trabajo desobstructivo. Hacia el oeste la galería meandriforme se hacía majestuosa. Alta, no se sabe cuánto, quizás 40 o tal vez 60 metros. Y en profundidad rota por desfondamientos que no pudimos estimar. Nos recordó poderosamente a la Fractura Meandrosa. La dirección y alineamiento nos hicieron sospechar que se trata de la misma estructura. Dos repisas planas a distinta altura permitían un peligroso tránsito hacia el oeste. Con los focos de profundidad constatamos que desaparecían unas decenas de metros más allá. Una fijación en una plataforma marcaba el descenso hacia el fondo del meandro. Pero no teníamos material para eso.
Ascendimos el pozo cómodamente gracias al pantín de Miguel. Y a él aún le quedaron ganas de mirar más cueva. Mientras yo dormitaba en la oscuridad unos minutos él se entretuvo comprobando la zona oeste del Mago. No tardo mucho en volver, y sin pausas ya, regresamos hacia la superficie. Era ya de noche. Nos pareció que había caído un ligero chaparrón. Cuando llegamos al coche debían ser las nueve.
En Ramales paramos para tomar una cerveza pero los bares estaban abarrotados de gente viendo el fútbol. No podíamos aguantar el ruido y salimos huyendo. Continuamos camino hasta Colindres. Allí acabamos en un bar-restaurante regentado por un italiano. Cuando le pedimos tapas el italianos nos dijo que allí sólo se servía comida italiana. Pizzas y pasta fundamentalmente, aunque sí que tenía rabas. Así que bebimos cerveza y comimos rabas. ¡Y las rabas estaban especialmente bien hechas!
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