22/3/14

Four

Texto: Antonio G. Corbalán
Fotos: Miguel F. Liria



             
            La historia comenzó a fraguarse el lunes pasado. A lo largo de la semana me encontré con ganas renovadas de volver a la Red del Gándara. Mi objetivo: terminar la balización y las instalaciones necesarias de la última zona en la que estuvimos. Sin esas instalaciones la obligatoriedad de pisar barro conllevaría el deterioro sistemático de la zona pisada. Primero hablé con Miguel para verificar que le era posible ir. Luego invité a Nacho y a través de él a Nano. Y además avisé a Chechu para que se animase. Nacho se apunto sin dudarlo. Nano no pudo venir. Chechu me respondió, el viernes mismo, que venía. Así pues éramos cuatro.
Decidí llevar el resto del cable donado por Zaca, dos taladros, tres baterías, el material de instalación, catorce parabolts, chapas (las que pude), mosquetones variados y algunos trozos de cuerda. Cuando repartimos el peso comprobé que no era excesivo. Pero, sin duda, mover cualquier peso por las complicadas galerías que nos llevan a un lugar tan remoto es un esfuerzo titánico.
Chechu, Nacho y yo nos reunimos en Solares. A las ocho y media nos encontrábamos con Miguel en Ramales. Allí tomamos cafés (y otras cosas), pero enseguida continuamos hacia Soba. El tiempo estaba muy frío y caían chaparrones intermitentes. Unos preparativos bastante desagradables me obligaron a ejercer la fuerza de voluntad. Tuvimos que usar paraguas mientras organizábamos las sacas y también para acercarnos a la boca de cavidad. Por suerte había tres y, además, una capa de agua. ¡Habíamos conseguido llegar secos a la entrada!
Entrar en la cueva fue un descanso (al menos el clima resultaba agradable) No había agua en el lagito de Alizes. Ni tampoco corriente de aire saliente. Lo que sí había era el típico barrillo patinoso que tapiza algunos sectores y otros no (sin explicación)
Al comienzo fue todo muy estresante. Es como si tuviera poco aire en los pulmones y cierto embotamiento en la mente. La caminata se me hacía pesada, larga, en cierto modo enorme. Al cabo de varias horas -un tiempo indeterminado pues nadie llevaba reloj- llegamos a donde queríamos llegar. Cierto que -si sólo te mueve el objetivo- el camino se puede llegar a hacer insoportable. Así es como funciona: el esclavo llega a su lugar de trabajo, trabaja sin placer alguno durante x>8  horas/día   y>5 días/semana con la mente puesta en el fds. El viernes por la tarde/noche lo dedica a intentar cuadrar febrilmente con su smartphone todo lo que su mente ha deseado hacer a lo largo de los días laborales. A las ocho de la tarde de un viernes podemos ver gente que camina, habla, oye, bebe, come, caga, mea y fornica con los ojos clavados en una pantalla. Suele decirse que wasapea. Finalmente, en algún momento indeterminado del fds, la mayoría de esclavos terminamos calmándonos. Esto de llegar a tal sitio para hacer tal cosa se parece bastante a la semana laboral.
Lo primero fue poner un cartel que dejase muy claro la dirección a seguir. Sin confusión acerca de gateras llenas de barro o mierdas por el estilo. La solución de clavarlo con varilla de fibra de vidrio, producto de la claridad mental de Chechu, infinitamente mejor que la de los parabolts. Luego nos limpiamos las botas con el agua de un charco y una escobilla dejada allí por Miguel para tal menester. Y ascendimos a la zona de trabajo.




De entrada Miguel encontró una solución a los primeros pasos del sendero que transitan por huellas embarradas. Se trata de barro con una cáscara de colada muy fina encima. Para eludirlo modificamos los primeros metros del camino haciendo un rodeo. Mientras realizábamos este trabajo Chechu y Nacho se dieron un paseo por la zona.
Antes de comenzar los trabajos más importantes nos fuimos a comer a un área, bastante incómoda por cierto, inmediata a los pasamanos. Allí repartimos las tareas: Nacho y yo nos encargaríamos de balizar una zona muy delicada. Miguel y Chechu se encargarían de tender los pasamanos eludiendo el barro. Durante varias horas trabajamos concentrados. En la lejanía podía oír los martilleos y el ruido del taladro.  Casi al final el mío comenzó a renquear. La batería se estaba acabando. Apareció Chechuadmirando el paisaje. Supuse que habían acabado y le pedí unos trozos de cuerda para equipar un resalte hacia la continuación del meandro. Acabé el último agujero in extremis y ancle el hilo a un natural.  Poco después nos reuníamos en el comedor. La zona permite pocos movimientos debido a que la rodean desfondes. El suelo es irregular e inclinado. Extender y ordenar las cosas es una tarea delicada. De cualquier forma no me pareció pertinente continuar trabajando.
Nada más comenzar la vuelta vi que la primera parte de los pasamanos no había quedado acabada.  Fue un malentendido con las cuerdas. Al pedírselas a Chechu se quedaron sin margen para hacer una instalación en condiciones. Así que tendremos que volver con taladros de nuevo. Pero las cosas están muy avanzadas.
En unos minutos nos reunimos en el punto de acceso. La caminata de vuelta me estaba pareciendo especialmente cansada.  Paramos un rato mientras Miguel instalaba un reaseguro en un resalte. Las cabeceras se merecen un poco más de seguridad. Al llegar al Delator las fuerzas parecieron resurgir. Un solo obstáculo y sentiríamos la salida cercana. La cuesta hacia la boca la subí como un gusano en su manzana. Casi arrastrándome.
Llegamos al coche a las doce de la noche.  Habían pasado más de catorce horas desde que entramos. Una fina nevada tapizaba el terreno pero no había cuajado sobre la carretera. Aunque sí sobre la carrocería. Cambiarse y ordenar mínimamente todos los trastos no dejó de ser un trabajo más. Sólo me sentí relajado y a gusto cuando puse la calefacción del coche a tope y lo deje deslizarse Valle de Soba abajo. Los altavoces del coche escupieron a todo volumen a Mugison y otros islandeses. A veces hipnóticos, a veces melancólicos y otras veces rotundos. Chechu sufrió en silencio el aluvión islandés. A él todavía le quedaba un largo trayecto hasta Unquera.



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